martes, 13 de octubre de 2009

Domingo


Había un sol enorme, una pelota luminosa pegada en un cielo coloreado con azul celeste Carioca. Olía a otoño raro, porque hacía un calor sofocado y la tierra empezaba a oler a humedad y hojas podridas. Y ahí estaba yo, sudando alegremente, con una camiseta corta y tumbada panza arriba, tirándome a la vida y viendo pasar las pocas nubes algodonosas que cubrían el cielo. Me concentré en eso: los olores frescos a naturaleza, la hierba haciéndome cosquillas en la piel, el runrún lejano de los cacharros en la cocina de campo, el sonido de la ¿verja?.

¡Oh! Mi abuela, pensé, incorporándome.
Cuando apareció por la puerta con mi madre y el barrigón de mi abuelo un poco después, sentí que se alargó la fase de sístole dentro de mí.
Ella es la misma que antes de que detectaran la enfermedad, pero no es la misma.
Se avalanzó hacia mí, dándome besos y abrazos. Menuda fiesta de halagos y mimos que no recuerdo que hiciera jamás en mi infancia.
Entonces mi madre le preguntó con naturalidad:
-¿Ta cuerda d´ella? ¿zabe cómo ze llama?
Ella se ruboriza, espera un poquito y contesta:
-No.
Al notar las risas ahogadas, añade, muy digna:
-¡Qué leshe, cómo quiere que me acuerde zi no la veo desde que era ajín!- y señala con su mano de mi cintura hacia abajo.
La ví hace un mes. De nuevo la jodida sístole.
Ahora ella, mi abuela Victoria, parece una niña, con arrugas, sí, pero una niña alegre y cariñosa, ni sombra de lo puñetera que fue.
Mi madre se ríe todo el rato y olvida los desaires. Es su madre. Pero ella la mía. Por eso no olvido lo que fue, no lo que es.
Me río también. La vida es extraña.
Hablo con ella, le acompaño al campo de mi tío. Corre como un galgo. Le hago que me enseñe la piernas, robustas y sanas. Se ríe como una niña cuando se sube la falda. Se las alabo. Se ríe más.
Está siendo un buen día, distendido y alegre y no sé porqué el corazón me juega estas pasadas. ¿A qué se deben estas contracciones absurdas, como si estuviera pariendo una pena?
Nos sentamos en la mesa del jardín con una enorme olla de coles. Y un bol con los avíos para la pringá que podrían haber bastado para alimentarnos medio año.
Para variar, el apetito insaciable de mi abuelo fue tema de conversación. Ella, argumentó que: "éste es capá de zamparse a Dios por las pata". Me reí hasta saltárseme las lágrimas.
Victoria comió dos cucharas y paró. Ya estaba llena. Su hija, firme, le instó a terminarlo todo.
-Zi es que ya estoy llena, joringue.
-Pues te lo terminas- le contesta, acercándole de nuevo el plato.
Entonces, sus ojos, dos escarabajos nerviosos, no paraban de mirar a un lado y otro. Enfadada, frustrada, un hervidero a punto de estallar.
Desaparecieron las risas.
-Esta enfermedad es así- dijo bajito mi abuelo. Él que nunca habla, encerrando en esa frase lo que todos sentimos.
Intenté levantarme pero no podía. Me pesaba todo.
Y entonces pensé: las sístoles, el parto, las contracciones, la pesadez...Se ve que me tragué a Dios por las patas sin darme cuenta.



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